Lectura Crítica de «Almas Grises» de Philippe Claudel

Escrita por

Vera Figueroa, Alba

Philippe Claudel
Edit. Salamandra Narrativa, 2005
222 pág.
Premio Renaudot 2003

Lectura Crítica de «Almas Grises» de Philippe Claudel

Por Vera Figueroa, Alba

Cualquier lugar común, frase o tópico dicho a la ligera ofenderá el carácter de esta novela y nos inhabilitará para su comentario; no obstante, a sabiendas del tratamiento de arte menor que realizamos, nos lanzamos a ello tal vez con la siguiente ilusión: que el acto de escribir nos permita captar con mayor fidelidad su hondura innegable.

Cuando leemos una novela como Almas grises, tenemos la sensación de que por mucho tiempo no necesitaremos leer nada más, ya que el regusto de la obra completa es lo que permanecerá en nosotros. Y, aunque paradójico, el impulso de no regresar a este libro será también comprensible si es que el desánimo nos hubiese quebrado, a causa del golpe recibido ante lo deleznable de la condición humana. Esto es: el retrato de algunos de sus personajes que inducen a otros a su triste destino.

Tal dilema, creemos, se desprende de la descripción por contrastes; estilo narrativo que domina, sobre todo, y con efectiva claridad, la primera mitad del libro. Estilo que se mostrará nítido en el desenlace. Confiados y rendidos ante la creencia de que solo nos aguardaba ya la resolución de la investigación detectivesca, una vez más, nuestro corazón se verá partido y nuestra razón deberá optar, elegir, comprender… para evitar el odio.

Para explicarnos este doble efecto sobre el ánimo será necesario que declaremos de una vez el tema dominante: la muerte y los subtemas o motivos que de esta se derivan. Carecemos de conocimiento sobre la muerte en sí. La percibimos solo como final, como ausencia de otro, como falta de otro; el novelista ha debido, entonces, ir rodeándola a fin de mostrarla a través de la vida: su oponente (en tanto que resistencia y contraste). Dicho de otra manera: tratar el tema de la muerte, en esta obra literaria, será por oposición necesaria e insoslayable tratar sobre la vida –obviedad mediante– porque es en la vida misma donde aquella está larvada.

A pesar de que la enunciación de un buen tema, en el intento por lograr una síntesis, adquiere un carácter abstracto, no es menos cierto que la mera enunciación del tema puede conducirnos a una interpretación errónea en cuanto a la forma literaria presentada. Y para quitarle esa pátina vayamos a la historia de la novela.

Almas grises trata sobre la investigación que lleva adelante un expolicía del asesinato de una niña de diez años en una pequeña ciudad francesa (a la que el autor llama V.), ocurrido en plena guerra: la del 14 al 18. Esa investigación, que él registra en cuadernos, le llevará a entrar en la vida de los personajes, a los que recurre para completar la historia. Si bien es un policía que continuará indagando sobre las pistas truncas (en el reencuentro con personas que retornan del deambular que una guerra provoca), es también un ser humano que se ve profundamente afectado por los hechos y que toma partido en sus opiniones. Permite, este narrador, que los personajes secundarios participen aportando variedad lingüística y puntos de vista que enriquecen y completan la presentación sobre todo de los principales, al ser observados y pensados por otros.

Todas las descripciones y las aportaciones adquieren un carácter absolutamente terrenal, atadas a las cosas y a la significación que ellas desprenden. Philippe Claudel impide que el lenguaje se le dispare en disquisiciones abstractas o sobrenaturales, y cuando el propio personaje le va otorgando vuelo a su lenguaje reflexivo interviene “el otro” desde adentro de sí mismo y lo rebaja en un abrupto corte de acantilado. Tenemos entonces la impresión de que el policía narrador tiene la obligación de ceñirse a lo que trata, no andarse por las ramas y responder a “lo absolutamente necesario”. Apremiado, tal vez, por un fiscal interno. Adquiere así, toda la novela, el aspecto de un gran juicio en el que declaran varios testigos, cada uno –como si fuera posible– desde su ámbito propio (la casa, la calle, la escuela, el bar, la penumbra de un salón, la escena del crimen), ante un jurado y ante un juez: nosotros, los lectores.

¿No es el lugar en que somos colocados por toda novela, todo relato, toda obra de arte?

El personaje narrador no se dirige a un “hipotético lector”, sino que escribe para su amada en la terrible convicción de que ella no podrá leerlo así que, en última instancia, como toda escritura, termina siendo para sí mismo. También, como toda escritura es un intento de orden y reflexión, y podríamos aventurarnos a decir que –explícito o no– la recorre el deseo de ser exculpados de los errores propios, es asimismo un acto de íntima religiosidad.

Es tal vez la omnipresencia de la guerra detrás de la colina la que produce en el lenguaje, en las reflexiones y en las descripciones una claridad de confesión última. Los hallazgos en cuanto a comparaciones permiten la luminiscencia de los temas; su comprensión llegará como la caída de un obús sobre los cuerpos y las construcciones de una ciudad: seca, instantánea. Y como la fatalidad, nos dejará igualmente alelados, entorpeciendo el lenguaje fácil, ligero.

Es posible preguntarse, y mi obligación responder, para qué leemos esta novela, qué nos aporta además del dolor de la vida retratado en sus páginas. ¿Se trata acaso de un regodeo morboso ante el dolor inevitable? ¿Estamos, tal vez, ante una sucesión necrológica similar a la que nos exponen las agencias informativas de la televisión actual en la que no aparecen los hacedores de la muerte, sino solo sus efectos?

Nada más lejos de esta intención maniqueísta. Es una novela escrita desde el lado de los combatientes por la vida. Es una denuncia profunda contra los que hacen de la vida un negocio y de la muerte una especialización. Es la escritura de un convencido acerca de que la guerra consigue la trivialización de la muerte, el tuteo diario con ella. Y la clarificación acerca de que todo aquel que comercie con ella habrá de contagiarse de su mundo tanático.

Verificamos, gracias a una voluntad creadora del ingenio de Claudel, que la muerte se vale de ayudantes, de cómplices, de infiltrados entre los vivientes, a los que denuncia en sus maneras, en sus risas, en sus formas de elegir, de pensar, de comer, de vestir. Muestra la euforia del que gana fácil aprovechándose del desorden, así como la borrachera del colaborador contraponiéndola a la borrachera del desconcierto; la risa del torturador contra la risa de la niña asesinada, “Belle de Jour”; el festejo desatinado del primer aniversario de la guerra, ebrio de grandilocuencias, mientras la verdad se escucha detrás de la colina o en el desfile del primer contingente que vuelve: el gran desfile de lisiados, de destrozados.

Y avanzando algo más, podríamos decir que es el gran desfile de la mutilación de la forma. De alguna manera nos dice que si la forma de la cosa ha cambiado deberá cambiar su lectura. Nos preguntamos entonces: ¿qué impide leer correctamente esta nueva forma que se ha dado el ser humano? Entenderemos que habrá sido el trabajo de distracción realizado por los especialistas de la muerte incesante, en todos los niveles.

La impresión que tenemos es que Claudel viene a decirnos que aquella representación de la muerte solitaria que, cargando su guadaña persigue sin prisa, pero sin pausa a su elegido, se acabó. Hace muchos años que debió haber caducado en nuestra imaginación el simbolismo de la muerte acechante y a veces hasta casi distraída en los mercados de Bagdad, tan ajena como una funcionaria que cumple con su rol mecánicamente.

Haciendo una leve torsión, pero siguiendo aún la dirección de esa representación, podríamos decir que en la novela la muerte no trabaja sola: cuenta con un plantel organizado que rema a su favor, un plantel de especialistas. Pero me atrevo a pensar que tampoco somos fieles a lo que Claudel viene a proponernos en su novela. Sospechamos que el esfuerzo de su ingenio debe tener un objetivo que va mucho más lejos. Y para merecerlo considero que debemos hacer un esfuerzo más aún.

Quisiera poder expresar lo que esta novela me sugiere: que la muerte ya no constituye un suceso del destino ni es representable a la vieja usanza debido a que ha perdido ya su carácter natural. Ahora, el acaecimiento de la muerte deberá ser vista como un resultado, un producto logrado por sus hacedores. Son estos los que han hecho posible que se multiplicara en una progresión geométrica imparable; en menos palabras: es la acción de los especialistas de la muerte lo que ha sobredimensionado su repetición. En tal sentido, la intertextualidad con escenas de los textos clásicos como el infierno dantesco, el sepulturero y la duda de Hamlet, o Baudelaire en Las flores del mal se nos aparecen apenas perfilados en escenas en las que es posible releer esta nueva postura.

La trama de esta novela es compleja, como la vida, como la memoria, como los recuerdos. Decir que los recursos técnicos de flashback, racconto, alusiones y contrastes están utilizados con claridad y oficio no es suficiente. Creo que estos, a su vez, están al servicio de una premisa superior, que no es otra que la necesidad de mostrar el contraste de las formas.

Es tal vez gracias a la utilización de este recurso superior a la técnica, enfrentando lo negro y lo blanco como expresiones estéticas, el modo como pinta lo gris. Siendo al final, una vez llegado a esta meseta, lo gris como representación a su vez, no de superación, síntesis de los opuestos, sino como expresión del descompromiso, de la indefinición, del dejar hacer. Todo este manejo de la técnica y de los recursos literarios y de lenguaje puede dar la impresión de una premeditación extrema en la constitución de la obra, pero que puestos al servicio de un objetivo superador –el intento de una renovación en la lectura de los símbolos– se agradece la suma de esfuerzos.

A fin de no alargar este escrito quedan pendientes los motivos que ubican a la mujer, el médico, el maestro, la madrina, la niña, todos desde el lado de la vida y en la zona opuesta el fiscal, el juez, el alcalde, el coronel. Es interesante la posición del cura, pues oscila entre la vida y la muerte; de esta última se ocupa al propagar su versión sobre un mundo después de la muerte; de la vida, en tanto especialista del cultivo y cuidado de flores, a las que nombra con dulzura como aferrándose a ellas, mientras por contraste recordamos a aquellas otras, las de Baudelaire.

Hay una expresión, “muy humano”, que se repite en boca de algún personaje y que salta como un posible lugar común, o más bien como una condescendencia al lector. Pero es, curiosamente, donde distinguimos la intención de categorizar o jerarquizar lo verdaderamente humano, siendo este un motivo de excelencia en la novela. Ante la muerte de un ser querido es cuando nuestras funciones prosaicas disminuyen: se es menos fiscal, menos maestro, menos médico; digamos que menos funcionario. Y aparecemos más humanos, más frágiles, más leves…

La novela llega a su fin, pero nuestra memoria la evocará en los momentos límites de nuestra vida: los inmejorables y los acuciantes. Y funcionará de acompañamiento… mientras el color gris nos perseguirá como un fiscal hasta la decisión: por el blanco o por el negro, aunque en cada uno de esos lugares también podamos vestir de gris y pasar desapercibidos.