Lectura Crítica de «Catedral» de Raymond Carver

Escrita por

Vera Figueroa, Alba

Raymond Carver
Edit. Anagrama
Colección Compactos,
1992

Lectura Crítica de «Catedral» de Carver, Raymond

Por Vera Figueroa, Alba

Son doce las narraciones que integran este volumen. En una primera escritura he advertido que, al transmitir conceptos –abstracciones, por ende– no hacía justicia al trabajo artístico del autor. A fin de evitar esta tendencia, que de alguna manera traiciona o desvirtúa las imágenes y los objetos que hacen a la literatura, he optado por incluir unos breves resúmenes, al menos de los tres primeros cuentos.

“Plumas”: Un compañero de trabajo –Bud– invita al narrador –Jack– y a su novia Fran a cenar a su casa: una granja con maizales, tomates, jardín, árboles y un porche. Bud vive con su esposa Olla. La pareja tiene un niño pequeño, Harold, y un pavo real; tanto uno como otro son muy feos e impresionan a las visitas y las importunan durante la cena; el pavo real entra a la sala y se mueve entre ellos. “El puñetero bicho no sabe que es un pájaro. Ese es todo el problema”, dice Bud, el anfitrión.

Tanto el niño como el pájaro son motivo de conversación, así como también un molde de dentadura que está sobre el televisor y sirve a Olla como recordatorio de su deuda para con la generosidad del marido, quien le ha pagado el arreglo de sus dientes deformes; distrae también la atención el televisor en el que transmiten una carrera de automóviles y sus accidentes. Las visitas, en su afán por empatizar con sus anfitriones fingen interés, y consienten en que el aparato continúe encendido.

Avanzada la reunión y en un momento de charla y de familiaridad, Jack ha pedido secretamente un deseo: no olvidar esa noche. Al parecer, de alguna manera, ha deseado esa vida para ellos. El deseo se ha cumplido y esa persistencia del recuerdo es justamente lo que ha cambiado su vida y la de su novia. Han tenido un niño (antes de esa noche ellos estaban seguros de que no deseaban tener hijos; solo un auto, un viaje a Canadá, comer juntos); ella se ha cortado el hermoso cabello rubio (por el que Jack la quería) y ha engordado. Ahora miran televisión todo el tiempo. Ella culpa a la fealdad de aquellos objetos, del niño y del pájaro, y a aquella noche, por el cambio que han sufrido. Él culpa al tiempo inmediatamente posterior.

Sin embargo, aunque Bud y Jack siguen viéndose y conversando en la fábrica en la que trabajan juntos, no han reiterado la visita. El narrador advierte que su amigo Bud, el dueño de la granja, piensa que la vida se vive por etapas y de ese modo cumple sus sueños y no le afecta que su hijo sea feo; “ya aprenderá a jugar al fútbol y se pondrá mejor”, dice. Trabaja en la fábrica, lo que tampoco le impide cultivar en su granja ni descuidar la evolución tanto de su esposa como de su hijo, y hasta del pájaro que, al fin, dice, ha decidido volver al árbol. Al parecer, es dueño de su destino; sabe lo que quiere. En cambio, el narrador piensa sobre su propio hijo “lo cierto es que mi chico tiene tendencia al disimulo”, mientras recuerda aquella noche.

“La casa de Chef”: Wes vive de alquiler, en una casa amueblada, propiedad de Chef. Es un alcohólico recuperado que, ilusionado con la casa y las vistas al mar y la tranquilidad, llama a su exmujer y le pide que reanuden las relaciones en la nueva vivienda. Ella deja a su actual compañero, con quien es feliz, y se reúne con Wes convencida de ser necesaria para su completa recuperación. Pasan el verano, pero el propietario les pide la casa porque debe dársela a su hija, que habiendo perdido a su marido ha quedado sola con un hijo. Todo va disolviéndose mientras piensan que deben dejar la casa de Chef, sus muebles y sus cosas. La mujer advierte que Wes ha vivido ese tiempo como si fuese otra persona, apoyado en la casa y en todos los muebles y objetos de Chef. Se atreve entonces a pedirle que olvide su pasado de alcoholismo y que trate de ser otra persona, pero él se aferra a lo que afirma que es y asegura que no puede ser otro.

“Conservación”: El marido de la narradora se instala en el sofá el día que lo han despedido de su trabajo, del que ha llegado con sus objetos personales en una caja. Durante tres meses el hombre duerme en el sofá y mira televisión. Lee algunos avisos de trabajo y concurre a firmar para cobrar el seguro de desempleo.

Durante ese tiempo, la mujer va y vuelve del trabajo y se ocupa de las cosas de la casa y de las compras. Ella no entiende muy bien la situación, ni sabe explicárselo, hasta que un día se descompone la heladera y se descongelan los alimentos. Se da cuenta de que los alimentos no podrán ser congelados nuevamente y deberá guisarlos ese mismo día. El agua desde la mesa chorrea al suelo y forma un charco; su marido se ha levantado descalzo del sofá y se detiene a su lado. Ella mira el suelo y ve el charco de agua junto a los pies de su marido. Esa visión le provoca un cambio: le ha impactado de alguna manera en su interior y en ese estado emocional piensa que debería pintarse los labios, tomar la cartera e ir a la subasta en busca de un frigorífico, pero no sabe qué hacer. La visión la inmoviliza y le quita capacidad de decisión.

Lectura crítica: cómo construye su estilo Raymond Carver. Al parecer, Carver no espera suspensión de la incredulidad, como tampoco anhela un lector confiado o rendido; no nos halagará con ningún juego de palabras ni galimatías a descifrar; no apelará a nuestra emoción, cuanto menos a nuestro sentimentalismo.

Sus finales no redondean, ni sobresaltan, ni sorprenden, sino más bien desarman el texto o lo dejan inconcluso, impresiones estas que se transmiten al lector desarticulándole la intriga que hubiera podido ir forjando. El lenguaje no contiene densidad literaria alguna, sino que en tanto coloquial y casi vulgar remite a lugares, vidas e historias comunes.

Es lícito preguntarnos cuál es el motivo por el que tratamos de dilucidar su escritura. Y no será sino la intuición de estar ante una propuesta artística contemporánea la que ha generado nuestra inquietud. Nos acercamos, pues, a indagar en las causas que han provocado esta escritura.

Es de destacar que esta suerte de anti cuento propio del estilo de Carver está enfocado, a la par que en las vidas de las personas, en la representación que de ellos hacen los objetos que los rodean. Es tan fuerte la descripción de los objetos que, siendo estos los que cambian, los que sufren las complicaciones, serán también los que terminan anticipándose al destino de las personas. Sirven como señales. Presencias que influyen sobre el destino de tal modo que, por momentos, transmiten la impresión de estar ante la obra de un escritor de pensamiento animista. Pero no es sino la esencia de la literatura que, llevada al extremo, termina induciendo en el lector la impresión de estar ante su equivalente en arte: una instalación. Así, los objetos son los que, al sufrir la metamorfosis, ocupando sitios propios, o vulgares, o espacios inusuales, expresan lo cotidiano o lo siniestro, la catástrofe, la caída, la pérdida, el desamparo, la marginación o el desconcierto.

A modo de rápido inventario –si se nos permite–, repasemos el protagonismo de esos objetos:

“Plumas”: el encuentro con objetos horribles o fuera de lugar influyen sobre la vida amorosa de una pareja. Habría que enfatizar que los dueños de casa, al reconocer como propios esos objetos, el pájaro y el niño feo, y al referir sobre ellos breves historias que les otorgan espesura, invalidan la calificación negativa. Y, por el contrario, consideran deplorables los objetos que, distantes y ajenos, aunque perfectos, son deseados por la pareja que los visita (un coche nuevo, un viaje a Canadá).

“La casa de Chef”: en el segundo cuento, la no pertenencia de los objetos ni de la casa precipitan la reconciliación, aunque ficticia, pero como última alternativa.

“Conservación”: el deslizamiento hacia el final no es comprendido por la narradora hasta que no observa el descongelamiento de alimentos en la heladera descompuesta.

“El compartimiento”: la pérdida del reloj, la valija, hasta del vagón en el que viajaba, evitan la toma de decisión propia por parte del protagonista.

“Parece una tontería”: aferrarse a los alimentos para recobrar fuerzas cuando se ha perdido un hijo.

“Vitaminas”: vender vitaminas de puerta en puerta no es sino el deambular en busca de un destino propio.

“Cuidado”: a veces es la posición del cuerpo respecto a las cosas: agachado debido al techo de la bohardilla, inclinada la cabeza para que llenen su oído de un aceite, observando las cosas desde un plano inclinado.

“Desde donde llamo”: otras veces es un lugar como posible escalón último de existencia: un grupo de personas en una clínica que comparte la experiencia de ser borrachos y haberlo perdido todo.

“El tren”: una sala de espera como reunión de personas de quienes puede surgir una actitud insólita.

“Fiebre”: el síntoma en el propio cuerpo como representación de la crisis existencial.

“La brida”: un objeto de contención del caballo, que en tanto provoca molestia y dolor servirá para anunciar el momento de la partida.

“Catedral”: será en el último cuento que, y debido a la aparición fortuita de un objeto complejo, el protagonista narrador –obligado a aguzar la mirada completándola con puntos de vista diversos– redondeará el sentido de todas las narraciones anteriores.

Creemos entender que es el acercamiento a la diversidad y a la complejidad lo que permite emerger del fracaso o de la chatura de la vida diaria. O, dicho de otro modo: la salud espiritual se insinuaría cuando se es capaz de acceder a la comprensión de esos objetos, es decir, a su significación simbólica, o al menos, de afanarse en su comprensión.

Es, a nuestro entender, en este sentido, el estilo defendido durante todas las narraciones, de tal modo que a pesar de que los protagonistas narradores sean otros cada vez, se tiene la impresión de que las voces narradoras comparten el mismo punto de vista: el desconocimiento de sí mismos, la falta de claridad de los propios deseos, la confusión de objetivos. Desde ese lugar, quién querría convencer, seducir al lector, esperanzar sobre un mañana.

En este aspecto, las narraciones de Juan Rulfo parecen estar detrás, lo mismo que las de Faulkner. Sin embargo, en Carver, los ambientes que rodean a los protagonistas están descontextualizados y despojados hasta de la única ilusión que los escritores citados permitían a sus lectores y que no era sino la de conocer sobre la vida y el destino de pobladores que habían sido vencidos en una épica colectiva. Aquí, en Catedral, no hay épicas ni epopeyas. Son seres individuales, responsables aparentes de sus propios fracasos y que deberán –solos– levantarse sobre sus ruinas o empezar una nueva vida. Al parecer, no hay nada colectivo que los contenga. Ninguna historia los sostiene. Son seres desatados de la historia como referencia y cuyo rol han ocupado los objetos cotidianos.

En este sentido estos cuentos pueden leerse como una descarnada exposición de la situación, en las ciudades y pueblos, a la que tiende en la actualidad el ser humano: descontextualizado, pero en relación directa con los objetos de uso cotidiano. Objetos que los revelan y a veces sirven como anticipo de su declive emocional. Los objetos son, en esta narrativa, como desperdigados oráculos mudos que anuncian lo que será inevitable. Lo irreversible escapará al entendimiento propio –como en las antiguas profecías–, aunque la premonición sea legible en el propio objeto.

Nos gustaría agregar que no es casual que tanto el primer relato, “Plumas”, como el último, “Catedral”, hagan las veces de marco a estas narraciones. En ambos aparece un personaje (Bud en “Plumas” y Robert, el ciego, en “Catedral”) que comparten una visión más completa y compleja de la existencia. Son presentados como seres que mantienen una relación de deseo con las cosas y personas con las que se rodean y a las que incorporan a sus vidas mediante actos decisivos. Estos protagonistas provocan, en el transcurso del tiempo, la evolución tanto de las personas como de los objetos. Son seres que aman lo que tienen y han conseguido, y hacen de ello buen uso.

En “Catedral”, la ceguera le permite al protagonista narrador acceder a la imaginación y mostrar el camino hacia ella. Serán tanto Bud como Robert, el ciego, maestros en el arte de vivir. En el primer cuento el narrador no es consciente de la transmisión; en el último, el narrador sufre un estado de epifanía cuando decide cerrar los ojos como su circunstancial maestro y ver desde la imaginación.