Los Irreales
(Metrópolis, 2021)
Manuel Belgrano avanza sin saber que de entre los huecos de septiembre el 24 habrá de ser el más beligerante. Avanza sin imaginar la confusión, sus propias órdenes contrariadas, la polvareda… Avanza rechazando oficio tras oficio del Triunvirato de Buenos Aires, de retirarse a Córdoba; de abandonar las Provincias del Norte a su suerte, al dominio de las huestes godas.
En Tucumán, habrá de ver a los vecinos, a los reclutas voluntariosos, soldadesca rejuntada; verá sus caballos pertrechados con guardamontes de cuero endurecido. Escuchará las palabras de coraje y los modos aindiados de algunos hombres hechos a sí mismos y se confirmará en su desobediencia. Hablará con Balcarce, López, Aráoz de Lamadrid y con Los Decididos. Y envalentonado por el temblor del miedo y del valor juntos, contravendrá a Pueyrredón, de Buenos Aires.
Lo está esperando la neblina del 24; lo aguarda el no saber qué ocurrió con las alas de su ejército. Todavía ignora que se cruzará en medio de la contienda con sus hombres: qué pasó, qué sabe usted, oficial, se preguntarán de caballo a caballo en medio de esa bruma inusitada, a las ocho del comienzo, en medio de esa mañana transida de humo que huele y asfixia, neblina del norte, tiempo de hostilidades, pajonal de incendio. Todavía ignora que habrá de ver a Gregorio Aráoz de Lamadrid aprovechando los ventarrones del sur para avivar el fuego, en el entrevero de filtro cegador y fantasmal de los pastos bamboleantes. Será la llamarada que él mismo ha ordenado ondear el día anterior, inventándola para desconcertar al enemigo, el más real que tuvieran estas tierras, esos tiempos. Al general Belgrano y a sus hombres se les atraviesa la palabra realista incrustada en esos pueblos apenas tangibles y querrán borrar del horizonte tucumano a ese paredón uniformado, a esa infantería de chaquetones y correajes que se cierne sobre ellos. Mucho antes del 24 de septiembre han estado al tanto de que el ejército godo, pisándoles los talones, arribó a Jujuy y no encontró más que vacío de resplandores y cenizas, el único rastro posible que le han dejado ellos, Belgrano y la muchedumbre paciente en éxodo que arreaba sus animales, cargando sus enseres…
El 24, ese hueco entre los días de septiembre de 1812, ya en Tucumán, querrán no haber visto a ese Real que avanza de inexorable uniforme rojo y azul, armado hasta los dientes, como debe ser, como corresponde a un ejército que se precie de invasor, de verdadero, de cuatro mil hombres.
Pero antes se habrán preguntado cuántas armas tenemos —dos mil hombres mal armados—, cuántas municiones, cuántas bayonetas —sin bayonetas, general, solo esas lanzas y esas otras hechas de cuchillos atados—…
No sabe aún que ese día habrá de entender por qué lo subvierte no tanto los Realistas como esa palabra: incongruente, impropia de estas tierras, de esta humanidad nacida de padres españoles pero acriollada, diferenciada a fuerza de pisar tierras diversas. Cómo habrían de convertirse los criollos, al noroeste de Buenos Aires, en Realistas, llamarse realistas…, se ha preguntado en las noches insomnes tucumanas. Dónde está el bastimento que hace a un ejército notorio, adherido a la realidad de los días, sin fantaseo de victoria. Dígame, general, recuerda que le ha preguntado Gregorio Aráoz de Lamadrid mientras contaba los pertrechos. Y es entonces cuando habrá de echar mano —en ese instante lo decide— de los incontables que le sugieren los vecinos: patria, voluntad, valor, entusiasmo…, palabras…, palabras que van y van en los oficios que envía por los caminos polvorientos al Triunvirato de Buenos Aires. Palabras inmiscuidas entre las cuentas que no resultan, que indican a las claras a los de Buenos Aires que no habrán de vencer, que no están los cañones ni la pericia de las guerras napoleónicas necesarias para vencer. Desentiéndase, le dice el Triunvirato, delegue esas tierras para los Realistas; déjelas, es una orden. Intransigente, obcecado ya en delirio tucumano, insensato por los campos de Dios, atesta de palabras los oficios que los chasquis a caballo transportan a la Asamblea General constituida, reconstituida, vuelta a constituir.
Ha avanzado quién sabe desde qué día de su vida hacia el día de las langostas, hasta el día en que las escuchará estrellarse contra los guardamontes, que creará la ilusión estridente de disparos; jamás imaginaron siquiera los Realistas encontrar tan fuertemente armada a esta chusma sin bandera, tal estruendo, tal poderío. Mal pensó el brigadier Pío Tristán. Quién hubiera conjeturado que los godos se creerían alcanzados por miles de balazos en medio del humo caliginoso. Quién hubiera imaginado a la soldadesca de Irreales, con sus contornos difusos, con andrajos más que ropas, suponiéndose inmortales por la misma descarga, plaga de saltones pétreos, contra sus cuerpos, sus caras, sus guardamontes convertidos en cajas de resonancia inverosímil. Qué nos ha vuelto inmunes, general. Qué somos, qué somos, Dios mío, Virgencita de las Mercedes.
Los pasamos por encima, los traspasamos como si no fueran nada, como si no fueran Reales.
Quién hubiera imaginado que los Irreales atacarían llevando como aliada a una plaga de langostas. ¡Adelante!, casi ciegos, casi perdidos, pero aullando como si la indiada se les hubiera metido dentro de la sangre acriollada. Y quién conjeturó que habrían de avanzar con el rugido como boca de fuego, con lanzas emulando a los aborígenes, con el estruendo contra los guardamontes, haciendo de salva de metralla, con la voluntad, con la astucia, la desesperación y que cercenarían por el medio a ese frente uniformado, a esa maldición hecha cuerpo que avanzaba como la evocación empecinada de una falta.
Y después de unas horas…
—Hemos vencido, general.
—Qué han vencido, dónde, qué ala…
—Vencimos a los que teníamos adelante, al frente. Los pasamos por encima, los traspasamos como si no fueran nada, como si no fueran Reales, y fuimos al corazón de sus tesoros, fuimos al centro que les latía de hierro, de cañones, de oro de Potosí, de municiones, de medicinas, de alimentos. Tocamos toda su realidad avituallada, los despojamos de lo único que los hacía más reales que nosotros.
—Atravesamos esa pared roja y azul que nos teñía el horizonte y les arrancamos su valía. Y nosotros resultamos ahora más reales. Y ellos quedaron ahí rodando, confusos en sus uniformes manchados de tizne, de humareda, de langostas muertas. Ellos, tan Realistas, se fueron desvaneciendo y retrocediendo, huyendo livianos, con escaso peso que llevar, ahumados de neblina.
Ninguna plaga que se precie en esos años de 1812 se habría hecho anunciar ni tampoco habría de permitir ver con claridad el resultado. El ala izquierda, preguntó Belgrano. Y galopó hasta el ala izquierda. El ala derecha, quiso saber, increpó a Balcarce, a Díaz Vélez. Y galopó subido a sus dolores de viva la patria; qué patria, se preguntaban; qué patria, señor. Vamos, volvamos a la ciudad…
El realista Pío Tristán se hizo estampa rearmándose como un mal fantasma en pesadilla de toda una ciudad. Y mandó decir: “Ríndanse o incendiaremos la ciudad, mataremos a los rehenes”. Las misivas transportadas por las bocas de los mensajeros, por sus manos tiznadas, de ida y de vuelta en la penumbra de los caminos de 1812.
Y no era tan fuerte Pío Tristán ni tan uniformado ni tan esmirriado cuando surgió de entre las sombras. Todos pudieron ver contra el horizonte al espectro perseguidor desde el Perú cuando surgió para replegarse lentamente, sin luchar, sin rendirse, perpetrando en su imaginación otra batalla de resarcimiento más al norte, en Jujuy o en Salta.
Es la perplejidad que sobrevuela a vencedores y vencidos. El pastizal humoso a lo lejos, y sobre la tierra tapizada de langostas muertas, se ve al criollo Manuel Belgrano, abogado y general, junto a sus insólitos guerreros.
Primeros premios
Libro “Aquí, en la tierra” (bienio 95-96) . Iniciación en relato. Secretaría de Cultura de la Nación argentina. Jurados: María Rosa Lojo, Jorge Boccanera, Horacio Castillo, Alberto Aliberti, Jorge Lafforgue.
Título actual: «El crepitar de la memoria».
Cuento “Costumbres” (1995). Concurso provincial Biblioteca Alberdi. San Miguel de Tucumán.
Relato “Crónica de un gesto” (2007). Valencia, España. Basado en la personalidad y trayectoria del guitarrista Juan Falú. Publicado en el diario digital Tucumán Hoy, febrero de 2007. Este relato “Crónica de un gesto” integra la autobiografía “De la raíz a la copa” del músico guitarrista Juan Falú (Eduvim, 2015).
LETRALIA, Sábado 16 de octubre de 2021
Presentamos en forma exclusiva el primero de los cuentos que integran el libro Los Irreales, de la escritora argentina Alba Vera Figueroa, publicado este año por Metrópolis Libros y que el crítico venezolano Alberto Hernández ha descrito con estas palabras:
“Un libro donde los fantasmas del tiempo reencarnan en cada rictus del presente”.
Manuel Belgrano avanza sin saber que de entre los huecos de septiembre el 24 habrá de ser el más beligerante. Avanza sin imaginar la confusión, sus propias órdenes contrariadas, la polvareda… Avanza rechazando oficio tras oficio del Triunvirato de Buenos Aires, de retirarse a Córdoba; de abandonar las Provincias del Norte a su suerte, al dominio de las huestes godas.
En Tucumán, habrá de ver a los vecinos, a los reclutas voluntariosos, soldadesca rejuntada; verá sus caballos pertrechados con guardamontes de cuero endurecido. Escuchará las palabras de coraje y los modos aindiados de algunos hombres hechos a sí mismos y se confirmará en su desobediencia. Hablará con Balcarce, López, Aráoz de Lamadrid y con Los Decididos. Y envalentonado por el temblor del miedo y del valor juntos, contravendrá a Pueyrredón, de Buenos Aires.
Lo está esperando la neblina del 24; lo aguarda el no saber qué ocurrió con las alas de su ejército. Todavía ignora que se cruzará en medio de la contienda con sus hombres: qué pasó, qué sabe usted, oficial, se preguntarán de caballo a caballo en medio de esa bruma inusitada, a las ocho del comienzo, en medio de esa mañana transida de humo que huele y asfixia, neblina del norte, tiempo de hostilidades, pajonal de incendio. Todavía ignora que habrá de ver a Gregorio Aráoz de Lamadrid aprovechando los ventarrones del sur para avivar el fuego, en el entrevero de filtro cegador y fantasmal de los pastos bamboleantes. Será la llamarada que él mismo ha ordenado ondear el día anterior, inventándola para desconcertar al enemigo, el más real que tuvieran estas tierras, esos tiempos. Al general Belgrano y a sus hombres se les atraviesa la palabra realista incrustada en esos pueblos apenas tangibles y querrán borrar del horizonte tucumano a ese paredón uniformado, a esa infantería de chaquetones y correajes que se cierne sobre ellos. Mucho antes del 24 de septiembre han estado al tanto de que el ejército godo, pisándoles los talones, arribó a Jujuy y no encontró más que vacío de resplandores y cenizas, el único rastro posible que le han dejado ellos, Belgrano y la muchedumbre paciente en éxodo que arreaba sus animales, cargando sus enseres…
El 24, ese hueco entre los días de septiembre de 1812, ya en Tucumán, querrán no haber visto a ese Real que avanza de inexorable uniforme rojo y azul, armado hasta los dientes, como debe ser, como corresponde a un ejército que se precie de invasor, de verdadero, de cuatro mil hombres.
Pero antes se habrán preguntado cuántas armas tenemos —dos mil hombres mal armados—, cuántas municiones, cuántas bayonetas —sin bayonetas, general, solo esas lanzas y esas otras hechas de cuchillos atados—…
No sabe aún que ese día habrá de entender por qué lo subvierte no tanto los Realistas como esa palabra: incongruente, impropia de estas tierras, de esta humanidad nacida de padres españoles pero acriollada, diferenciada a fuerza de pisar tierras diversas. Cómo habrían de convertirse los criollos, al noroeste de Buenos Aires, en Realistas, llamarse realistas…, se ha preguntado en las noches insomnes tucumanas. Dónde está el bastimento que hace a un ejército notorio, adherido a la realidad de los días, sin fantaseo de victoria. Dígame, general, recuerda que le ha preguntado Gregorio Aráoz de Lamadrid mientras contaba los pertrechos. Y es entonces cuando habrá de echar mano —en ese instante lo decide— de los incontables que le sugieren los vecinos: patria, voluntad, valor, entusiasmo…, palabras…, palabras que van y van en los oficios que envía por los caminos polvorientos al Triunvirato de Buenos Aires. Palabras inmiscuidas entre las cuentas que no resultan, que indican a las claras a los de Buenos Aires que no habrán de vencer, que no están los cañones ni la pericia de las guerras napoleónicas necesarias para vencer. Desentiéndase, le dice el Triunvirato, delegue esas tierras para los Realistas; déjelas, es una orden. Intransigente, obcecado ya en delirio tucumano, insensato por los campos de Dios, atesta de palabras los oficios que los chasquis a caballo transportan a la Asamblea General constituida, reconstituida, vuelta a constituir.
Ha avanzado quién sabe desde qué día de su vida hacia el día de las langostas, hasta el día en que las escuchará estrellarse contra los guardamontes, que creará la ilusión estridente de disparos; jamás imaginaron siquiera los Realistas encontrar tan fuertemente armada a esta chusma sin bandera, tal estruendo, tal poderío. Mal pensó el brigadier Pío Tristán. Quién hubiera conjeturado que los godos se creerían alcanzados por miles de balazos en medio del humo caliginoso. Quién hubiera imaginado a la soldadesca de Irreales, con sus contornos difusos, con andrajos más que ropas, suponiéndose inmortales por la misma descarga, plaga de saltones pétreos, contra sus cuerpos, sus caras, sus guardamontes convertidos en cajas de resonancia inverosímil. Qué nos ha vuelto inmunes, general. Qué somos, qué somos, Dios mío, Virgencita de las Mercedes.
Los pasamos por encima, los traspasamos como si no fueran nada, como si no fueran Reales.
Quién hubiera imaginado que los Irreales atacarían llevando como aliada a una plaga de langostas. ¡Adelante!, casi ciegos, casi perdidos, pero aullando como si la indiada se les hubiera metido dentro de la sangre acriollada. Y quién conjeturó que habrían de avanzar con el rugido como boca de fuego, con lanzas emulando a los aborígenes, con el estruendo contra los guardamontes, haciendo de salva de metralla, con la voluntad, con la astucia, la desesperación y que cercenarían por el medio a ese frente uniformado, a esa maldición hecha cuerpo que avanzaba como la evocación empecinada de una falta.
Y después de unas horas…
—Hemos vencido, general.
—Qué han vencido, dónde, qué ala…
—Vencimos a los que teníamos adelante, al frente. Los pasamos por encima, los traspasamos como si no fueran nada, como si no fueran Reales, y fuimos al corazón de sus tesoros, fuimos al centro que les latía de hierro, de cañones, de oro de Potosí, de municiones, de medicinas, de alimentos. Tocamos toda su realidad avituallada, los despojamos de lo único que los hacía más reales que nosotros.
—Atravesamos esa pared roja y azul que nos teñía el horizonte y les arrancamos su valía. Y nosotros resultamos ahora más reales. Y ellos quedaron ahí rodando, confusos en sus uniformes manchados de tizne, de humareda, de langostas muertas. Ellos, tan Realistas, se fueron desvaneciendo y retrocediendo, huyendo livianos, con escaso peso que llevar, ahumados de neblina.
Ninguna plaga que se precie en esos años de 1812 se habría hecho anunciar ni tampoco habría de permitir ver con claridad el resultado. El ala izquierda, preguntó Belgrano. Y galopó hasta el ala izquierda. El ala derecha, quiso saber, increpó a Balcarce, a Díaz Vélez. Y galopó subido a sus dolores de viva la patria; qué patria, se preguntaban; qué patria, señor. Vamos, volvamos a la ciudad…
El realista Pío Tristán se hizo estampa rearmándose como un mal fantasma en pesadilla de toda una ciudad. Y mandó decir: “Ríndanse o incendiaremos la ciudad, mataremos a los rehenes”. Las misivas transportadas por las bocas de los mensajeros, por sus manos tiznadas, de ida y de vuelta en la penumbra de los caminos de 1812.
Y no era tan fuerte Pío Tristán ni tan uniformado ni tan esmirriado cuando surgió de entre las sombras. Todos pudieron ver contra el horizonte al espectro perseguidor desde el Perú cuando surgió para replegarse lentamente, sin luchar, sin rendirse, perpetrando en su imaginación otra batalla de resarcimiento más al norte, en Jujuy o en Salta.
Es la perplejidad que sobrevuela a vencedores y vencidos. El pastizal humoso a lo lejos, y sobre la tierra tapizada de langostas muertas, se ve al criollo Manuel Belgrano, abogado y general, junto a sus insólitos guerreros.
————– Los Irreales —————
Lee también en Letralia: reseña de Los Irreales, de Alba Vera Figueroa, por Alberto Hernández.
Escritora argentina (Tucumán, 1951). Se formó como narradora con la guía y dirección de expertos escritores, tanto en Tucumán como en Buenos Aires, Valencia y Madrid. Algunos de sus trabajos recibieron galardones provinciales (Tucumán y Valencia) y nacionales. Ha publicado los libros de cuentos Es un lugar… (1995) y Los Irreales (2021). Integró tres antologías de cuentistas seleccionados por la editorial de la Universidad Nacional de Tucumán y una de Editorial Vinciguerra. Entre 2007 y 2011 publicó textos en diversos blogs y foros literarios web. Entre 2011 y 2014 cursó la carrera de Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe.
Coordenadas: Alba Vera Figueroa • Autores de Argentina • Letralia 374
LETRALIA, domingo 3 de abril de 2022
Los libros y la cualidad rebelde de sus páginas son los protagonistas de este relato de la autora argentina Alba Vera Figueroa que forma parte de su más reciente libro de cuentos: El crepitar de la memoria, publicado por Metrópolis Libros en 2021. Un libro que, como ha escrito Alberto Hernández, “conduce al lector a descubrir en sus cuentos lo que de memoria traza de los pueblos que recorren sus palabras, de los personajes que abundan y se tejen como parte de su incumbencia como creadora de osadías verbales”.
El crepitar de la memoria: cuentos y otras narrativas
Alba Vera Figueroa
Metrópolis Libros
Buenos Aires (Argentina), 2022
ISBN: 978-987-4188-95-3
132 páginas
LIBRO Disponible. VER PUNTOS DE VENTA
Como pelusas izadas por una ráfaga de aire, las palabras —en tumulto sigiloso— se elevan desde el salón de lectura hasta llegar a los anaqueles superiores de la biblioteca Alberdi. Un temblor apenas perceptible. En los libros y las maderas. En los estantes y las hojas.
Afuera, por la calle calurosa pasan los manifestantes. Regresan de Plaza Independencia en la ciudad de San Miguel de Tucumán a sus lugares de trabajo; los acompaña la sirena que alguien deja escapar de un megáfono. Las voces desordenadas y enhebradas al clamor, junto con el ruido de los pasos, siguen colándose por las ventanas antiguas de la biblioteca; adentro, se inmiscuyen por las bisagras de los cerramientos de vidrio, sobrevuelan los mesones verdes y los escritorios alineados en el salón de lectura. La correntada de sonidos ininteligibles inquieta a los lectores, que han levantado las miradas de sus libros. Sólo se encuentran con el rostro de Juan Bautista Alberdi, quien desde su retrato enorme preside esa reunión de insaciables buscadores.
Un viejo olor difumina el recinto y alguien carraspea, otra persona tose y más allá se escucha un estornudo. El suave crujido del entarimado de madera distrae nuevamente a los lectores. Los desplazamientos cortos y rápidos de algunos empleados los alertan. También el taconeo mal disimulado de un inspector de policía.
Antes, temprano, en la calle, los mismos manifestantes habían marchado a la concentración de protesta con el grito fuerte y las voces uniformes en consigna. Ahora, el regreso es un largo animal cansado, aullante.
Los lectores pasan la mirada por las páginas y sus memorias repiten las imágenes: titulares de diarios y periódicos; polémicas, noticiosos televisivos, entrevistas. Cuando releen, tienen la impresión de que ha cambiado el sentido de las frases.
Una empleada pasa discreta frente al retrato de Juan Bautista Alberdi y lo mira de soslayo, al menos la expresión de su rostro, sereno, se mantiene inmutable. Aunque su mirada… ¡Bueno sería que también él…! ¿Hubiera imaginado este caos infiltrándose en la biblioteca? Tal vez en estos días o meses tan convulsionados sería preferible cerrar las puertas. Porque los libros, produce horror pensarlo, pero los libros… La mujer, que parece consumida por una enfermedad del cuerpo o tal vez por pensamientos, llega a la receptoría. Se acerca al grupo de empleados que rodea al inspector de policía de traje oscuro y corbata blanca y escucha que uno de los empleados le dice: “No es la primera vez que ocurre. Se produce a partir de los meses de febrero o marzo, cuando arrecian las manifestaciones, las huelgas, los bocinazos, las bombas de estruendo”.
Lee también en Letralia: reseña de El crepitar de la memoria, de Alba Vera Figueroa, por Alberto Hernández.
El director de la biblioteca mira a la empleada que llega, mientras termina de explicar a los empleados presentes los motivos de la visita del inspector. Les dice que responde a la notificación recibida en todas las bibliotecas de la provincia, de parte de la central de policía. Y que consiste en dar información de cualquier hecho que se considere extraño o sospechoso, “tal como se lo expliqué antes a la señorita bibliotecaria”, agrega. Se dirige al inspector y a la empleada presentándolos entre sí. Y a continuación le pide a la empleada que informe sus observaciones.
La empleada mira al inspector, su traje estrecho pero impecable, los zapatos lustrosos. Algo incómoda, arregla su falda reprimida y el cabello triste.
—Sí, con mucho gusto, señor director —responde ella, y aunque se pregunta cómo va a resolver este policía su preocupación, empieza el informe largamente meditado.
—Bien. A veces, sin que el director lo perciba, señor inspector, nosotros, los empleados, hemos subido a la galería superior y consultado algunos libros. Cómo explicarle… Hemos revisado aquellos que consideramos más… inquietos. Y qué quiere que le diga, yo… yo tengo buena memoria. Y estoy segura de que…, bueno, habían cambiado. Como si las ideas estuviesen, cómo le diría… eso, renovadas. Sí, claro, suena un tanto loco. Pensé mucho en esto. Pero sígame usted también. Ellos están, digamos, expuestos. Pero, como bien usted sabrá, las palabras, son, diría…, el alimento.
—De los lectores, dice usted.
—No, no, de los libros.
—Ah, los libros… Pero ¿los ha identificado? ¿A cuáles se refiere? —replica impaciente el inspector, mientras mira a los empleados y al director buscando confirmar las palabras de la empleada. Ellos, muy serios, asienten.
—Algunos… ¿Cuáles, me pregunta usted? Bueno, sobre todo esos que la crítica llama “vigentes”. He pensado, y me digo, con estas ideas de algunos autores acerca de que el personaje es el que vive, toma cuerpo y construye la historia. Qué le parece, no sé si me entiende.
—No demasiado. Explíquese con más detalles.
La mujer restriega sus manos huesudas que palidecen en los nudillos; se alisa la falda azul como si pretendiese plancharla o tal vez comprobar si sus piernas siguen ahí.
—Para mí, señor, hay una realidad innegable: ellos están, lo que se dice, publicados.
La mujer abre más los ojos, como si la última palabra dicha no expresara todo su pensamiento.
—Sí, concuerdo —dice el inspector entrecerrando los ojos.
—Pero imagine usted por un momento a esos libros rebeldes, de finales abiertos, de personajes torturados, lenguaje un tanto revolucionario…
—Sí, lo capto. Bien, continúe, por favor —dice el inspector mirando a uno y a otro.
—Sí. Decía… ¿No le parece que el contacto… el lenguaje de la calle, en estos días, meses diría, más bien años, es decir…, no le parece que los expone al peligro?
—¿A los libros?
—Sí, claro. Yo he pensado que deberían permanecer en armarios.
—¿Encerrados?
—Sí, encerrados, me refiero. En realidad, hasta ahora sólo se ha pensado en retirarlos de circulación para que la juventud, usted sabe… Pero a mí, más que la juventud, me preocupan ellos: los libros.
—¡Ah! ¡Los libros! ¡Otra vez los libros!
—Son en verdad los que corren un riesgo innecesario. Son ellos los que realmente pueden ser modificados. Por ejemplo, siga usted mi pensamiento. Si en vacaciones leyera un buen libro, con el alma apacible, sin sobresaltos, encontraría determinadas frases a las que les otorgaría un sentido. Ahora, si cometiera el error de entrar a sus páginas cuando la ciudad está convulsionada, o si retornara de una manifestación, o si estudiara acerca de los ideales de una revolución. ¿Se da cuenta? Imagine que esta misma transformación que le ocurre a una inteligencia pudiera verificarse en el interior de un libro.
—Claro, en un libro… Entiendo —dice el inspector pasando una mano por su mentón y llevándola hacia la cabeza.
Los humanos somos, ante todo, fábula. No sólo fabuladores, somos fábula. Vertiginosos. Inmanejables.
—Es decir, volvamos. Otro caso: si un libro, desde el estante de una biblioteca popular en un pueblito solitario y perdido, logra alimentar el devenir en un individuo que a su vez influirá sobre otros hombres y mujeres… imagine. Si un libro es capaz de tamaña hazaña, entonces cómo no figurarse que un libro mantenga otra serie de relaciones inimaginables para nosotros. Un libro es… cómo decirle para que nos entendamos… Un detonante. Un libro es un detonante.
—Siga, siga usted. Ahora me interesa.
—Sí, gracias. Además, he observado que, con el paso del tiempo, los libros van desplegando sus ideas. Nosotros les atribuimos, con nuestra propia creatividad, una serie de virtudes y leyendas que la mayoría de las veces no están en ellos. Porque los humanos somos, ante todo, fábula. No sólo fabuladores, somos fábula. Vertiginosos. Inmanejables. Y si usted me dispensa… pongamos ahora un ejemplo: la Biblia… usted sabe… Ya no es el mismo libro que en sus primeros años. Durante milenios…, influido por las razas, por los panes y los peces; por las épocas…, el poder y la palabra; por las luchas, por los padres y matronas; por los hijos desvariados; por…
Los compañeros de trabajo atienden cada palabra de su compañera mientras observan la reacción del inspector.
—Bien, pero la Biblia es otro caso. Saquémosla de este asunto —dice el inspector con un rictus de contrariedad en su entrecejo y algo enrojecido.
—Pero ¿no ha notado usted que cada vez que se indaga en ella… allí se ha inscripto ya una nueva respuesta? —insiste la empleada.
—… Mmm, interesante. No puedo negarlo. Pero le ruego que volvamos a estos libros.
—Sí, muy bien. Y ya que usted, señor inspector, me ha permitido explayarme, lo cual agradezco, lo invito a seguirme. Venga usted al primer piso.
El director aprovecha la pausa para excusarse de seguirlos, pues lo esperan otros asuntos, explica. Y anima a los demás a volver a sus tareas.
La empleada y el inspector de policía suben por las escaleras. En las galerías del piso superior, el bisbiseo de los lectores disminuye.
—Acérquese, permanezca en silencio —susurra la empleada; lo mira desde sus ojos hundidos y agrega—: ni siquiera piense.
El inspector la contempla de cerca, y en la semipenumbra reconoce mejor las huellas del insomnio. Ella está inclinada hacia los libros, como si escuchara.
—¿Ha percibido usted? Trate por favor de entenderlos. Yo he aceptado estas ideas porque, bueno, son años que camino entre ellos, los consulto, los hojeo.
—Mire, señorita, la verdad… yo de libros poco y nada entiendo, tal vez por ello considero este lugar un recinto sagrado. A pesar de esto, los libros siempre han figurado entre nuestros objetivos, no sé si me entiende… Quiero decir que, al igual que a usted, nos preocupan.
—Tal vez a los armarios. Aislados —le insinúa ella con humildad.
—No entiendo muy bien qué escucha usted. Pero debo confiar en su experiencia, en su pericia. Y si el director le ha confiado este delicado informe…
—Es que son muchos años que los leo, que camino entre ellos, que los conozco.
—Comparto, comparto. Ahora entiendo a aquellos visionarios. Tal vez ellos, los que supieron confeccionar las listas de libros a identificar, también poseían su facultad… la de escucharlos. Es posible… aunque debo reconocer que es la primera vez que tengo el privilegio de conocer a una persona con sus cualidades… —aclara el inspector algo turbado.
—Bueno, yo… cuando se lo comenté al director, sólo pretendía que mis compañeros me ayudaran a trasladarlos al sótano. Protegerlos. Pero él ha considerado necesario dar parte a la policía. Por la notificación esa… “cualquier hecho extraño”…
»Claro, le parecieron insólitos mis temores: las variaciones, la inquietud entre las palabras. Es más, sé que están, ahora mismo, en este instante, están cambiando.
—Y agradezco su relato. A mí, entienda usted, me cabe la responsabilidad estratégica que mi cargo me confiere. La misma que han sabido detentar tantos visionarios. ¡Hacia dónde podrían derivar estos libros!
Ellos, los que escriben, preveían seguramente que si un texto comenzaba citando, por ejemplo, la palabra humanidad, mañana evolucionaría a humanidad ultrajada.
—Sí, entiendo, señor inspector. Pero tal vez con el encierro baste.
—Comprendo, comprendo. Pero, créame, no será suficiente.
Y como inspirado, contagiado por la seriedad de la empleada, inicia una especie de discurso.
—Ellos, los que escriben, preveían seguramente que si un texto comenzaba citando, por ejemplo, la palabra humanidad, mañana evolucionaría a humanidad ultrajada. Si dijera valores, en unos años mudaría hacia valores violentados, o si dijera éticamente hablando… pasarían a la acción, actuar dentro de valores éticos. ¿Me entiende usted? Entonces, ¿de qué hubiese servido exterminar a los revolucionarios, a los resistentes, a los opositores, a sus familiares? Era necesario conocer el germen, el origen de sus ideas. ¿Sabe usted cuánto se ha tortu…? Bien, bien, dejemos esto. Concluyamos: la salida es la fogata. El exterminio.
—¡No! Perdón…, si me permite…, sería una pérdida terrible —dice ella palideciendo aún más.
—¡No hay modo de frenarlos! Las palabras se infiltran. La subversión no respeta ni este recinto sagrado. Lo que corresponde es desecharlos como a manzanas corrompidas.
—¿Y cómo los elegirá? A cuáles… Si usted me lo dijera ahora… yo podría indicarle sus ubicaciones y tal vez… —dice con un hilo de voz, mientras piensa que esa noche podría venir y hacer algo por ellos. Pero se sorprende cuando le escucha:
—Mañana seleccionaremos el material adecuado. Designaré para esta noche un guardia en el salón. Ha sido un gusto —agrega saludándola.
La empleada permanece absorta entre las estanterías de libros, mientras el inspector baja por las escaleras.
Cuando llega la noche, ninguna estrella brilla en la biblioteca. La calle sólo aporta silbidos extraviados y el ronquido de algún motor melancólico. El guardia designado arrastra uno de los mesones verdes hacia el costado de la sala y tal vez para sentirse más abrigado extiende una manta que ha traído y se prepara para dormir. Antes, su mirada ha recorrido las estanterías cubiertas de libros que parecen unirse con las del piso superior y le parece muy extraño tener que dormir en un lugar como ese. Se imagina en el fondo de un acantilado tapizado de libros. Se pregunta qué custodia.
Se levanta y con su linterna recorre alumbrando aquí y allá. Sube las escaleras angostas, camina entre las estanterías y no puede evitar el recuerdo del rostro del inspector, serio y preocupado, cuando le encargó la misión. Pero todo está sereno. Lo que allí hay son palabras estampadas en esas páginas unidas y encerradas entre dos tapas que, como un par de lajas, las mantienen a resguardo. Son palabras, sólo palabras. Qué podía temer. Vuelve al salón de lectura y se recuesta más tranquilo sobre el mesón.
Pronto es un monótono discurrir su sueño. No escuchó, por cierto, el susurrar en los estantes; tampoco el movimiento sigiloso de las palabras impresas, de los espacios en blanco ni de las páginas; el intercambio incesante de los temas, la búsqueda entre los iguales, la consulta de aquellos libros que se sabían hijos de otros libros. No pudo, en consecuencia, protegerse de la monstruosa avalancha de libros que, desde la galería del piso superior, lo sepultó hasta la mañana siguiente.
Es temprano en la ciudad cuando el inspector es notificado del destino de su guardia. Ordena, con un rugido, que los libros seleccionados sean los de la avalancha.
Por la calle reiteran su marcha los manifestantes. Las consignas en el aire son una voz grave que pasa frente a la biblioteca Alberdi, ahora clausurada. Los lectores, ante la puerta cerrada, bajan a la calle y acompañan a los manifestantes.
En el patio posterior a la sala de lectura, inspectores y funcionarios, de impecables trajes oscuros, rodean la hoguera de libros.
Sólo la empleada, iluminada por las llamas, advierte que en el crepitar se elevan retorcidos fragmentos de páginas en blanco. Una sonrisa se insinúa en la comisura izquierda de sus labios y se le escapa un profundo suspiro.
El inspector, a su lado, más impecable que nunca, carraspea y se arregla el nudo de la corbata.
———— Del Libro El crepitar de la memoria ————
¡Regalate unos minutos de buena lectura!
«Como si la arena hubiera trepado zigzagueante, amenazando escalón tras escalón…» (Cuento «Las puertas» del libro «Los Irreales»)
«Iba de pie. Mejor dicho, el colectivo iba, marchaba. Ella estaba. De pie. Pero estando también iba.» (Cuento «Hasta que aparezcas» del libro «El crepitar de la memoria»
"Hoy han nacido quince menores para el inventario de la justicia precordillerana. "¿Será posible detener la injusticia?, se pregunta la mujer empleada." (cuento "Palabra de Juez" del libro Los Irreales de Alba Vera Figueroa)
LETRALIA, Viernes 10 de marzo de 2023
Libro Disponible en la web de la editorial VER: PUNTOS DE VENTA
Lugar que vuelve Cuentos en rondas. Alba Vera Figueroa
Libros Tucumán Ediciones/La Papa Editorial
Tucumán (Argentina), 2022
ISBN: 9789874889836
144 páginas
—Creo que fue por el año 71 cuando al gordo Julio, casi calvo y con esos profundos ojos azules, se le había ocurrido, en una de esas largas noches de charlas, la idea de conversar sobre qué le ocurriría al alma una vez que uno se muere. “No va a resultar fácil investigar el asunto, pero por esta que lo voy a hacer”, había dicho Julio besándose la uña del pulgar derecho. “No es posible”, había dicho también, “que uno se la pase únicamente viviendo y que deje de lado un asunto tan importante como la muerte…”.
—Y como el alma, recuerdo que dijo —agregó Ricardo.
—Ese día, claro, como la noche se prestaba, también Felipe Lizárraga se había largado a contar historias de muertos y aparecidos, que, bueno, eran como para hacer pensar a cualquiera. Siempre ocurría con esas historias, no sé por qué, que uno las escuchaba con una atención bárbara, sin dejar escapar un solo detalle, como si fueras a desentrañar vos mismo el enigma. Pero, al final, qué te pasaba si querías repetir la historia a otro: no te acordabas de nada. Bueno, el hecho es que nunca se la podía repetir bien. No era como el chiste. Lo único que te quedaba clarito era el escalofrío que habías sentido en esos momentos. Así que sólo sé que, en el relato de Lizárraga, eran tres los hombres que, reunidos en una siesta de infierno, discutían sobre algún asunto que tampoco recuerdo bien.
—Sobre política —dijo Ricardo sin moverse de su lugar. (AQUÍ INCLUIR: Leer más)
—Bueno, el hecho es que, en medio de las voces, según Lizárraga, y mientras se servían más vino que tenían ahí a un costado, se apareció un cuarto tipo que, según ellos se habían dado cuenta después, no había estado desde el principio. Y les dijo que bajaran la voz, que no discutieran entre amigos o algo así…
—Ni de política ni de religión se debe discutir entre amigos, dijo Lizárraga —confirmó otra vez Ricardo, acomodándose en la silla y ocultando mal el orgullo que le producía recordar fielmente la conversación.
Lee también en Letralia: reseña de Lugar que vuelve, de Alba Vera Figueroa, por Alberto Hernández.
—Algo así. El hecho es que este tipo pasó entre ellos, se sentó en un banco y pareció integrarse al grupo, pero cuando fueron a servirse y lo buscaron con la mirada para que acercara el vaso, el tipo ya no estaba. Entonces cayeron en la cuenta de que no había forma ni de entrar ni de salir de la obra…, de la obra en construcción, digo. Sólo tendrían que haber estado ellos tres, aunque todos juraron haber escuchado al hombre y haberlo visto. Y entonces habían empezado las descripciones del tipo. Ustedes saben cómo son estas cosas, tomando y en semejante siesta puede resultar cualquier disparate.
—Que era de mediana estatura, llevaba sombrero y, según parece, tenía aspecto ladino, había dicho Lizárraga —completó Ricardo.
—Mirá si me voy a acordar de que tenía aspecto ladino. Aquel Felipe Lizárraga era bueno para estas historias. Imagínense, después de lo que contó Lizárraga sobre aquella siesta, cómo empezaron a surgir las conjeturas: sobre el alma, la otra vida, el diablo, el infierno…
—Que las almas deambulan como parias, había dicho alguien esa noche —insistió Ricardo.
—A ver, dale vos, Ricardo, contá vos, que te acordás mejor.
—Bueno —empezó Ricardo acomodándose y tomando aliento—. Miren, ese día o esa noche, en el año 71 para ser más precisos, no sólo era lo que contaba Lizárraga sobre la siesta aquella en la obra; se dijeron también varias cosas que yo no he olvidado. Primero, empezaron como quejándose: que vivimos mal, muy mal, constantemente exigidos. Horarios, compromisos… Y que, aun estando muertos, nos persiguen con ceremonias, y se pensó, claro, sobre el agotamiento que debe de sentir el fallecido en semejante situación. Imagínense ahí al pobre observando todo, suponiendo que tuviera esa opción que, por otra parte, no se podría descartar. En fin, decían que en el fondo, todos sentimos una gran ansiedad por el final; es decir, que este pensamiento, el de la muerte, estaría siempre presente. Que algunos viven una vida de locos, que otros se dejan estar y que otros caminan hacia la muerte dando muestras de una gran valentía, pero que, en realidad, no es más que otra reacción ante ella. Una especie de intriga por conocerla. Que nadie, ni el que no la nombra para nada o al que parece pasarle inadvertida, deja de pensar en la muerte. Es decir, que cada uno de nosotros vive no de acuerdo con lo que piensa sobre la vida, sino con lo que supone sobre la muerte. Recuerdo que otro dijo: el alma está prisionera. Fíjense ustedes, el gordo Julio, que estaba esa noche, decía que el alma se formaría al nacer, con la primera nostalgia…
—Sí, Ricardo, eso decía el gordo Julio, pero Lizárraga opinaba que el asunto del alma venía desde antes.
—¿Y te acordás cuando aquel otro dijo que el alma vendría a ser una especie de libro de quejas? ¿Y que continuaría formándose hasta una cierta edad y luego, como no le pasamos más bola, se estanca y desde entonces vive en nosotros solamente esperando la muerte? ¿Te acordás quién era?
Dónde estaba el alma, mientras estaba en uno. Dónde se encontraba. Esa era la cuestión principal.
—No, de su nombre no me acuerdo. ¿No habría sido el mismo que opinaba sobre las almas como parias?
—Sí, tal vez…, pero dónde estaba el alma, mientras estaba en uno. Dónde se encontraba. Esa era la cuestión principal. Dónde se encontraba. Era como preguntarse dónde estaba el pensamiento o el sentimiento, materialmente. Y el gordo Julio, con sus enormes ojos azules y como saliendo de un tremendo sopor, había dicho con una voz que casi no era la suya: “Entre el pecho y la memoria”. Y nos quedamos todos en silencio… Y él siguió: “A veces, yo no sé si soy yo el que soy o es ella, el alma, la que en realidad es más que yo. Y es como una nostalgia que me agarra…”. Imagínense ustedes, el clima que se formó ahí. De pronto, teníamos entre nosotros a alguien que, al parecer, sabía lo que estaba diciendo. “Siento que convivo con ella”, siguió diciendo el gordo, “el alma no es algo lejano. Está conmigo siempre y se relaciona con las cosas que he dejado de hacer y que me producían placer. Por eso me preocupa. Qué va a ser de ella cuando yo me muera”. Me acuerdo de que el silencio había sido de muerte, con perdón, si se me permite. Yo no sabía qué decir…
—Claro; un camino cerrado. Imagínense, no estaba hablando de un familiar que acaba desamparado, sobre quien uno, mal que mal, le puede tirar una idea, una solución. No; nos estaba hablando del alma. De su alma.
—Sí. Entre otras cosas, nos preguntaba si nosotros nos habíamos dado cuenta de que cuando algo nos impacta en el pecho, se nos humedecen los ojos y que, inmediatamente, recordamos algo lejano. Que ese sería justamente el camino que el alma recorría una y otra vez. Entre el pecho y la memoria. Y cuando está descontenta se detiene y andamos entonces con ese nudo en la garganta. Sí. El gordo Julio se lo tenía pensado el asunto. Se notaba que lo tenía verdaderamente preocupado…
—La verdad, Ricardo, es que yo no me acordaba de tantos detalles de la conversación, pero claro, ahora que lo decís, así pensaba. Vos siempre has sido más observador y se te grababan las palabras.
—Es que me interesaba el tema. No dejaba de ser impactante conocer a alguien que parecía tener un contacto físico con el alma o como quieran que se le llame. Después, lo he visto un par de veces a Julio y esa preocupación no lo había abandonado, a tal punto que, de alguna manera, llegó a contagiarme. Me confesó entonces que, a ese lugar, donde según él se encontraría el alma, le habían ido llegando todas las nostalgias y que se había transformado en un lugar insoportablemente denso. Recuerdo que me dijo, como si masticara las palabras: “Se adueña de mí, me amansa, me inunda de nostalgias y me envuelve en la bruma”.
—Y después de unas semanas, nos agarró la noticia del diario… Extraño caso el del gordo… ¿Te acordás, Ricardo?
—Sí… —murmuró Ricardo—, desde el pecho a la garganta…, ese vacío…
—¿Alguno de ustedes conoce a aquel que hablaba o habla sobre las almas que andan como parias? —inquirió Ricardo.
—No…
—No, no…
—¿Y no sería el mismo cuarto tipo, ese que apareció y se esfumó aquella siesta en la obra en construcción?
—¿Te referís a aquel de mediana estatura, que llevaba sombrero, de aspecto ladino, tal como lo describió Lizárraga? Tal vez sea el mismo. Lo buscaré con esas señas, a ver si lo encuentro.
—Claro, tal vez tengas suerte.
Yo ando recorriendo los bares en su busca. En aquella reunión con Lizárraga lo dijo.
—Bueno, es una lástima. Necesito hablar con él. Yo ando recorriendo los bares en su busca. En aquella reunión con Lizárraga lo dijo. Y creo que también hizo aquella comparación sobre el libro de quejas, pero nadie se acuerda de él ni lo vio más. No entiendo cómo podría haber sabido él… ¿quién sería?
—Tal vez los del café de la otra calle…
—Es posible… Bueno, hasta la vista —saludó Ricardo.
—Un gustazo volver a verte, Ricardo.
—Sí, un gusto… Iré al café de la otra calle…
—Bueno, muchachos, ya están abriendo el bar.
—Sí, pronto se va a llenar de gente. Es mejor que vayamos buscando otro sitio.
—Esto de andar a la deriva…, cada vez que amanece…
————– Del libro Lugar que vuelve —————-
Escritora argentina (Tucumán, 1951). Se formó como narradora con la guía y dirección de expertos escritores, tanto en Tucumán como en Buenos Aires, Valencia y Madrid. Algunos de sus trabajos recibieron galardones provinciales (Tucumán y Valencia) y nacionales. Ha publicado los libros de cuentos Es un lugar… (1995) y Los Irreales (2021). Integró tres antologías de cuentistas seleccionados por la editorial de la Universidad Nacional de Tucumán y una de Editorial Vinciguerra. Entre 2007 y 2011 publicó textos en diversos blogs y foros literarios web. Entre 2011 y 2014 cursó la carrera de Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe.
Coordenadas: Alba Vera Figueroa • Autores de Argentina • Letralia 391
¡Regalate unos minutos de buena lectura!
"Me iría de viaje, atravesaría en coche toda esa cantidad de kilómetros hasta Buenos Aires..." (Cuento "Eternidad" del libro El crepitar de la memoria).
1. Tejedores
Tejer, lo que se dice tejer, no la vimos. Lo que ella hacía era
caminar hacia el telar envuelta en su túnica clara, leve como
de aire; sentarse en la butaca, enredar entre los hilos sus
dedos finos y largos acostumbrados a la lira; mirar el tejido
con esos ojos de anhelo y permanecer en la inminencia del
movimiento. Eso era todo. El tejido, en realidad, lo hacíamos
nosotros, los que leíamos una y otra vez a Homero.
Ella, Penélope, nos destejía cada anochecer.
2. Penélope en Tucumán
Nunca aguardó durante años el retorno de ningún rey navegante
cargado de historias. Por una razón muy simple: Tucumán
no está bañada por aguas de mar.
En los primeros siglos, Penélope esperaba a Ulises mirando
las cumbres del Aconquija o del Ñuñorco o del Infiernillo.
En el siglo xix Penélope ofrecía su casa, donde se conspiraba contra
los virreyes de España. Después… curaba las heridas, cosía las
ropas, servía a los hombres y mujeres que pensaban y luchaban.
En 1816 se fundó la República. Y siguieron otras batallas.
También se acostumbró rezar, en el tiempo siguiente, para
que el perro oscuro de la noche de los cañaverales no hubiese
elegido a su amado Ulises —conocido por su claridad mental
y rapidez para descubrir las argucias de los patrones—.
En los años 40 del siglo xx, su amado trabajador se le fue de
las manos y le hizo creer que ya estaban en el cielo.
En el 55 llovieron lágrimas de plomo: eran los almirantes voladores,
a quienes no les gustaba cómo se ejercía la democracia.
En el 63 un buen hombre aceptó un medio trono, pero
en el 66 otra vez los hombres armados, con un plan bajo un
brazo, lo quitaron del medio. Y desfilaron con toda la fanfarria,
mientras leían el plan con palabras difíciles.
Con el otro brazo, en Tucumán cerraron once de las
treinta y tres fábricas de azúcar.
Fue entonces cuando, cansado de la tierra, Ulises se
llevó a Penélope y a Telémaco y juntos se transformaron en
golondrinas.
En los años 70, Ulises había muerto ya varias veces y
Penélope no se dio cuenta de que su hijo Telémaco había crecido
y pretendía devolverle el cielo a la memoria de su padre.
Advertidos, en el 75 se reunieron los brujos del mal junto
con los generales entrenados en el Hades de Norteamérica.
Juntos mandaron a los príncipes malignos a destrozar los
cuerpos que deliberaban, que estudiaban pensando, que trabajaban
opinando, que resistían con panfletos, con asambleas,
con huelgas y, algunos, hasta con armas.
En el 76, ya sin brujos, continuaron el maleficio los generales:
mandaron a torturarlos, a enterrarlos en los pozos de la
provincia, a tirarlos desde el cielo al océano Atlántico, al Río
de la Plata. Y se repartieron los bienes. Muchas veces elegían
antes los bienes, aunque sus dueños no pensaran, ni opinaran,
ni se opusieran. Hicieron, operando, ventajosos negocios.
Ya desde el 75, Penélope había cambiado; fue cuando abandonó
el tejido. No dejaba de gritar, allí donde ella se encontrase,
aunque todo estuviera muy encubierto.
En el 76, los generales y subordinados, en todo el país empezando
por Buenos Aires, la llamaron loca. Se hicieron eco
casi todos los medios de comunicación y los periodistas de
renombre. También los sacerdotes intocables. Y en eso entretenían
a la gente, tanto el periodismo como los sacerdotes
desde sus miles de púlpitos políticos, mientras los generales,
sus familias y amigos enviaban el dinero robado a sus cuentas
bancarias en el extranjero. No dejaba de ser cierto que era una
idea loca gritar por sus hijos, y cuánto más loca la pretensión
de que les devolvieran a sus nietos nacidos en cautiverio.
En Tucumán, Penélope no teje y tiene ronca la voz.
3. Las vecinas
Penélope se culpa cada día por no haber alertado a Ulises
y a Telémaco sobre los rumores de las vecinas: La señora de
la Justicia, entre gallos y medianoche, se había quitado la venda
imparcial y cubierto su cabeza con una capucha, había tirado la
balanza y empuñado la picana —fue el ruido espantoso que se
escuchó en tribunales esa noche— y salió vestida de hombre en
unos carruajes verdes sin patente. Decían las vecinas que también
asolaba como bestia sedienta de bienes y de sangre por
calles, campos, fábricas, sindicatos, universidades.
Penélope no había creído en los rumores de las vecinas.
Desde entonces, dicen, mucha gente en Tucumán ya no
sabe más qué es la justicia. Aunque entran a Tribunales por
sus asuntos legales y ella está allí como siempre, de pie, con su
venda y su balanza, la miran como a una hermosa escultura
travestida, pero le han perdido el respeto.
Penélope ha escuchado el nuevo rumor de las vecinas: La
señora de la Justicia, de noche, se quita la venda, deja la balanza
con mucho sigilo y se acuesta indiscriminadamente con jueces, abogados,
legisladores, agentes de tránsito, conductores de transportes
escolares, inspectores de policía, estudiantes que festejan su día,
vendedores ambulantes, dueños de sanatorios, de hoteles, de fábricas,
comerciantes, importadores y exportadores.
Penélope cree que sus vecinas tergiversan la realidad. Que
confunden a la señora de la Justicia con aquellos que administran
las leyes y dictaminan los fallos judiciales.
Ulises —astuto como siempre— dice que los administradores
buscan favores, estar a un costado para no ser vistos en
la acera de enfrente cuando los que irrumpen contra la ley se
vistan de uniformes y empuñen la picana otra vez.
4. Ulises y Telémaco desbrozan el jardín
Tucumán es la isla de Ítaca en medio de tanto país.
Ulises ha retornado y está junto a Telémaco, que también
ha reaparecido.
Los hombres que utilizaron los uniformes de la patria
para sus atrocidades y asaltaron la casa de Ulises, de Telémaco
y de Penélope están siendo juzgados y encerrados con
los delincuentes comunes.
Ahora, ni los delincuentes comunes quieren estar con los
acusados de genocidio.
Algunos de los presos comunes dicen que ellos nunca fueron
tan sádicos ni malvados ni cobraban un sueldo ni recibieron
medallas ni honores. Que tampoco tenían círculos especiales ni
visitaban las embajadas ni los casinos a cara descubierta. Menos
aún, desfilaban con bandas de música y nadie se les cuadraba en
señal de admiración cuando ellos pasaban por la calle. A ellos, a
los delincuentes comunes, nunca se les ocurrió utilizar los uniformes
de Belgrano, de San Martín, de Güemes, ni de tantos
otros para cometer sus fechorías, sus asesinatos, ni sus robos.
Otros dicen que ellos nunca endeudaron el país para quedarse
con el dinero.
Que nunca anunciaron con comunicados por televisión y
radio el comienzo de sus actividades delictivas.
Que nunca tuvieron a la prensa ni a la cúpula de los sacerdotes
de su lado. Hay algunos que dicen que si estos genocidas
se les acercan, les cambiarán sus códigos internos, sus
formas de vivir, los enredarán en algunas de sus guerras pergeñadas,
los envilecerán.
También dicen que temen por sus mujeres e hijas cuando
lleguen los días de visita.
Temen que ellas sean vistas por esos ojos llenos de tanta
sangre ajena, de tantos cuerpos acumulados en tantas fosas
comunes, de tantas tardes de aplicación de picanas en los
intervalos de los partidos de fútbol, de tanta violación a mujeres
golpeadas sobre mesas de torturas.
De tanta maldad humana.
Dicen que tienen derecho a temer por la vida y el honor
de sus mujeres e hijas.
Dicen que, al haber sido encumbrados tantas veces por
una gran parte de ciudadanos de Tucumán, han cultivado
muchas relaciones: en el diario de la provincia, en la policía,
en los juzgados.
Otros presos se atreven a aconsejarles que declaren dónde
enterraron o quemaron o destruyeron o ahogaron tantos miles
de cuerpos argentinos.
Y como al pasar, dicen: para evitar tanto ir y venir por los
juzgados.
Si al final es lo único que la gente quiere.
O que se lo digan a sus propios hijos, a sus mujeres, a los
sacerdotes amigos, a sus legisladores.
Y si todos ellos ya lo saben —que no es difícil de suponer
debido a la complicidad— que sean sus confidentes quienes
acudan al juzgado y lo declaren. Solo para que se pueda, de
una vez por todas, al menos en esta provincia, dormir en paz.
O solo para no llevarse al otro mundo semejante peso en
la conciencia.
También agregan que en el mundo de la cárcel todo termina
sabiéndose.
Y una vez que se confiesa dónde los han enterrado…
dicen, la vida en la cárcel no es tan mala. Nada que ver con
sus campos de exterminio. Uno se acostumbra. Es… como
todo en la vida…
Ulises, Telémaco y Penélope dicen que la isla de Tucumán
no solo es la más pequeña y la más bonita en ese extenso mar
que es Argentina, sino que esperan, poco a poco, desbrozar
sus jardines.
Y se preguntan: ¿cuál es el lugar para encerrarlos?, ¿quiénes
los custodiarán?
5. El entramado
Hay voces que opinan que el entramado está roto. Que debemos
componer el tejido. Pero apenas alguien quiere construir
de un lado, hay quienes tiran de los hilos de otro lado. Nadie
reconoce a nadie el deseo de repararlo.
Las vecinas insisten en culpar a la señora de la Justicia por
este descalabro atribuyéndole un comportamiento descabellado.
Pero muchos saben que no ha sido ella, sino justamente
haber sido despojada de sus mandatos legales.
6. El telar
Penélope en Tucumán nunca volverá a tejer, al menos en telar.
Alguna vez utiliza el tejido a dos agujas para pensar y
pasar inadvertida.
Penélope piensa que es el sistema de gobierno el que no
está claro en la gente.
Ha visto que las personas a veces actúan como impunes
déspotas armados. Otras veces, como viejos republicanos
jacobinos, o como líderes peronistas o radicales de pacotilla
que citan frases con efecto.
Otros se tranquilizan en sus congresos de economía
diciendo que si al presidente democrático le va bien, es porque
Dios es argentino y la coyuntura global lo favorece, como
aquella primera vez.
Y cuando alguien, solo por entretenerse, les replica: según
tu lógica, Dios sería no solo argentino sino, además, del
mismo partido que el del presidente, entonces ellos se encolerizan
y dejan de citar a Dios. Y murmuran por lo bajo: «Si
Dios es de ese partido, entonces Dios desaparece».
Aparecen como libertarios los que enseñaban a sus hijos
y nietos las fotos de los genocidas en el poder como héroes de
macabras sonrisas. Añoran, además, las reuniones sociales y
fiestas que promovían los asesinos de uniforme.
Enarbolan la ley contra quien los perjudica, y la violan en
provecho propio.
Amenazan de muerte a los jueces como acostumbran en
los largos períodos de sistema dictatorial, y se ofenden grandemente
si se les aplica la ley del período democrático.
Penélope piensa que con tanto trapicheo en época democrática
y tantos golpes armados contra los poderes de la
República, ya muy pocos saben cuál es el sistema de gobierno.
Un día se preguntó: ¿puede un médico conservar su título
cuando dañó tanto a sus pacientes?
Y siguió: ¿puede un republicano conservar su bandera
cuando asaltó tantas veces a sus tres poderes?
7. Las preguntas
Ulises le dice que ya no le importa ser descubierto otra vez
por «los monstruos modernos de los cañaverales», así que
advertirá sobre lo que sabe.
Su hijo Telémaco le dice que él irá a su lado.
Penélope les dice que ella, esta vez, los acompañará.
¿Adónde iremos?, pregunta Penélope con su voz ronca, su
frente alta y sus pies cansados.
Haremos una primera asamblea en Plaza Independencia.
Después caminaremos por calle 9 de Julio de 1816 hacia
Tribunales. Frente a la Plaza Yrigoyen pediremos a la Corte
Suprema que salga a escucharnos.
¿Y qué le plantearemos?, pregunta Penélope.
Que empiecen respetando a la señora de la Justicia. Y que
nos acompañen por la calle Congreso de Tucumán, y frente
a la Casa Histórica haremos un minuto de silencio por la
Democracia, que ha sido asesinada tantas veces. Seguiremos
hacia la Legislatura: que los legisladores cumplan con su
cometido; que interrumpan el trapicheo con las leyes, que no
las escriban a su imagen y semejanza, para provecho propio.
Volveremos a la Casa de Gobierno, frente a la Plaza Independencia.
Y le diremos al gobernador que respete y haga
respetar la ley. Y si los guardianes no sirven, que los cambie.
Y que los cambie otra vez; y otra vez. Hasta que sean dignos
de confianza.
¿Y si no quieren?, dice Penélope.
Nos buscaremos la ruina, responden Ulises y Telémaco.
8. Orgullo y vergüenza en la isla de Tucumán
—Asamblea a viva voz—
Penélope, Ulises y Telémaco también acuden al Parque 9 de
Julio. Allí alguien escribe dos listas de enunciados —orgullos
y vergüenzas— que, desde la multitud, se elevan a viva voz:
—¡La batalla aquella con Belgrano, las ganas de ser, la fundación
primera!
<style=»text-align: right=»»>—¡Los golpes de Estado!
—¡La resistencia popular!
—¡La vergüenza de hacer desaparecer!
—¡En el 83, el orgullo de la recuperación!
—¡La alegre «corruptela»!
—¡Escríbase: malditos los delincuentes
infiltrados entre políticos!
—¡Los mejores nunca son suficientes!
—¡Los políticos verdaderos!
—¡El huevo de la serpiente, el genocida con punto final!
—¡Simulación de la vieja historia!
—¡El militar genocida llegado en el 75!
—¡Esa voz autoritaria, esa máscara!
—¡El terrorismo de Estado!
—¡«República», palabra manoseada!
—¡«República», en boca del genocida!
—¡La prensa falsa, ¿cuántas tiradas?!
—¡La ira de Dios y de la Casa Histórica!
—¡La resistencia popular!
—¡Tucumanos regresando a los cuadernos de escuela!
—¡Una mirada fiera, escobas limpiando…!
—¡Una corte especial: filósofos, historiadores, pensadores!
—¡El humor, los columnistas!
—¡El voto castigo a favor del genocida!
—Escríbase: ¡malditos los delincuentes infiltrados
entre políticos!
—¡El voto, siempre a caballo ganador!
—¡Y más aún si viene con punto final, la ley es la ley!
—¡La algarabía antidemocrática en contra
de la mitad derrotada!
—¡Malditos los delincuentes infiltrados entre políticos!
—¡El genocidio silencioso!
—¡Los que festejaban después del sufragio…!
—¡La resistencia popular!
—¡La esperanza!
—¡Los servidores! ¡Escuelas, hospitales!
—¡Los derrotados en Tucumán, con todo el viento
de la tinta en contra!
—¡Cargando su centésima muerte!
—¡Los defensores de derechos!
La lista sigue… los ecos ciudadanos no se agotarán… sino
hasta que los faroles se encienden.</style=»text-align:>
9. Exánime
Penélope está cansada. Se desprende de la asamblea caminando
por el parque. Intuye y busca a los ausentes.
Pasa frente a los dioses y semidioses griegos; se detiene
frente a sus claros cuerpos, mira sus ligeras túnicas, su paso
alado, el giro leve de sus cabezas, el gesto sabio, el gesto triste,
el silencio en sus bocas breves. El baño lento de la luz de luna.
Pasa frente al gran reloj que desde la tierra implacable
emerge; el puente, ese paso corto; el lago, esa ilusión de espejo;
la llanura verde donde un caballo pasta. Los inexplicables árboles.
El lugar de los juegos, de todos los juegos, el arte, el teatro,
los grandes espacios: la pelota en el césped. Se asoma a los
dos grandes círculos: el de las rosas, el de la fuente de agua. Se
sienta en todos los bares con decenas de sillas bajo los árboles.
Deambula por las calles internas, entra a cada parque dentro
del parque. El primer trapiche, la madera vieja y gastada
por donde la caña de azúcar… los grandes toneles, también
las bateas. Parece estar toda la vida en el parque…
Y piensa que puede hallarlos. También mira el largo y
curvo camino hacia la filosofía y las letras, hacia la facultad.
Penélope está cansada y se pregunta: ¿quiénes pensarán?
10. En la fuente
Se sienta en los bordes de la fuente de agua. Las canillas están
cerradas; ahora puede ver todo el entramado: las boquillas, la
cañería, los reflectores de luz, el mecanismo.
Más allá el césped, los arbustos, las pérgolas felices. Se
levanta y camina alrededor de la fuente. Es el espacio de los
reflejos y de las formas tenues, propicio a los encuentros intangibles:
del amor, de los buenos deseos. El lugar del hallazgo
inverosímil.
Ella sabe que por el gran círculo de la fuente pasarán: los
silenciados, los revisores de la historia: revelaron el entramado
y el camuflaje que nadie publicó; los trabajadores, estudiantes;
todos los nombres de las listas del informe Nunca más que
pocos quisieron leer; los hombres y las mujeres de ley también
están por llegar; filósofos y pensadores incorrectos según la
coyuntura electoral.
Los que son esperanza y a quienes se les dio solo un frasco
de tinta por vez.
Ella sabe que cuando la fuente se encienda, por allí pasarán.
Las canillas han sido abiertas por el hombre del agua. El
agua ya trepa en fuertes chorros de luz plateada y retorna en
desorden suave. Los reflectores han sido encendidos por la
luz del hombre. La fuente se ilumina otra vez.
No habrán sido en vano los siglos de pasos, tampoco la
espera. A la fuente del amor y el saber regresan.
Ahí están… los hacedores de historia —los tejedores de
Homero—. Penélope los ve llegar…
————– Los tejedores de Homero ——— Libro Los Irreales Disponible. Ver PUNTOS DE VENTA
¡Regalate unos minutos de buena lectura!
«No sabría decirles quién inició el silencio, ni el nombre del primero que observó a Juan, pero sí presté atención cuando él ya tenía el cigarrillo en la mano —en ese momento, quizá un poco sorprendido por la dura vigilancia de los demás, […]»
«2. Penélope en Tucumán
Nunca aguardó durante años el retorno de ningún rey navegante
cargado de historias. Por una razón muy simple: Tucumán
no está bañada por aguas de mar. […]»
"Nada tenía de raro que en la hora previa a su concierto el guitarrista argentino Juan Falú —alto y flaco como un Quijote— deseara fumar un cigarrillo" (del cuento "Crónica de un gesto" Alba V.F.
(Metrópolis, 2021)
(Metrópolis, 2022)
(Libros Tucumán y La Papa editorial, 2022)
(San Miguel de Tucumán, 1995)
«Como traspasando la entrada de una fortaleza cuya guardia
se ha esfumado, así avanza la gente de la anciana espera,
de la paciencia en vano, de los ojos deslucidos, de las manos de
arrugas. Ya adentro, en el gran salón, la sorpresa los detiene […]» (Cuento «Historias selladas»).